Hace poco perdí a uno de mis mejores amigos. En medio de ese dolor enorme, encontré una figura que me sorprendió y me calmó: alguien que encarna la serenidad.
Cuando el mar está revuelto y la tormenta no parece tener fin, él permanece tranquilo, como quien sabe que después de la marea alta, inevitablemente, llegará la baja mar y la calma. No es indiferencia ni frialdad, sino una quietud profunda, una paz que no se agita con cada ola de emoción.
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Esperando el fin de la tormenta |
En el duelo, esa serenidad es un regalo. No es la presencia ruidosa ni la constante actividad. Es más bien la presencia que escucha sin prisa, que no impone soluciones ni palabras vacías, sino que está atenta, dispuesta a sostener sin necesidad de llenar silencios. Esa persona mira a la realidad de frente, sin negarla ni dramatizarla, y eso ayuda a quien está perdido en la marea de su tristeza.
Me gusta pensar en ella como una hoja de cálculo en espera. En calma absoluta, sin estrés, hasta que llega el momento de introducir la fórmula. Y entonces, responde con precisión y claridad, sin prisas, sin urgencias. Así es la serenidad: una paciencia activa, una fuerza silenciosa.
Recuerdo a una amiga que trabajó para Médicos Sin Fronteras durante la tragedia de Ruanda en 1993. Su labor era la logística, asegurarse de que los recursos llegaran a donde tenían que estar, en medio del caos y la tragedia. No podía dejarse llevar por las noticias dramáticas ni por el sufrimiento que la rodeaba. Su competencia principal: la serenidad. Esa calma interior le permitió hacer su trabajo de forma eficiente, sin perder el foco, incluso cuando el mundo parecía desmoronarse. Se llama Ana.
Sabemos que esta persona no se va a ir, que estará ahí cuando el dolor no deje dormir, cuando las preguntas vuelvan a surgir. Esa certeza es la raíz misma de su serenidad. No se deja arrastrar por los vientos cambiantes del día a día ni por el vaivén de emociones que a veces parece incontrolable.
Es un refugio humano, imperfecto pero real, que no intenta borrar el dolor sino acompañarlo con calma y presencia.
En medio de la tormenta, la serenidad es ese espacio donde el alma puede respirar. No es un estado inalcanzable, sino una cualidad que todos podemos cultivar, especialmente cuando acompañamos a quienes sufren.
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Fuerte oleaje |
Valoremos a quienes, con su calma paciente, nos sostienen sin juicio, sin prisa, sin ruido. Porque en la serenidad reside la fuerza para enfrentar lo inevitable y la luz para seguir adelante.
Que aprendamos a ser esa presencia serena, ese refugio silencioso, ese faro en la oscuridad. Porque, al final, la serenidad no solo calma el mar, sino que también nos ayuda a navegarlo.
Es esa presencia silenciosa que habita el tiempo sin prisa, como un susurro que se queda en el aire esperando ser escuchado. Permanece firme, pero no rígida; serena, pero no distante. Su calma es un abrazo invisible que sostiene sin asfixiar, un faro que no brilla para el día, sino para la noche más oscura.
No se adelanta a las tormentas, ni se deja arrastrar por la prisa del viento. Sabe que hay momentos que solo el alma reconoce, y con paciencia infinita, espera el instante en que su luz sea necesaria para guiar, para calmar, para sanar.
Es la pausa en medio del caos, el refugio donde se puede descansar sin miedo. Una fuerza profunda que no necesita gritar para hacerse sentir, porque su poder reside en la quietud, en la entrega silenciosa y en el amor que no exige nada, solo está.
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Farol |
Es como un farol antiguo colgado en la esquina de una calle tranquila, apagado durante el día bajo la claridad del sol. Su luz no se impone ni se adelanta, simplemente espera, paciente y silencioso.
Cuando el crepúsculo cae y la noche extiende su manto, el farol se enciende lentamente, proyectando una luz cálida y constante que no deslumbra, pero sí guía.
Esa luz es calma y refugio, un pequeño fuego que resiste la oscuridad sin prisa, ofreciendo esperanza y claridad justo en el momento en que más se necesita.
Así es esa persona serena: un farol que no brilla para llamar la atención, sino para sostener el camino de quienes se pierden en la noche.
Daniel Vallés Turmo