Hace unas semanas, un familiar de un gran amigo que falleció me compartió algo muy especial: a veces siente que él sigue cerca. Dice que los pájaros se le acercan sin miedo, que percibe una compañía invisible. Que, de alguna forma, sigue a su lado.
Yo no lo niego. De hecho, lo entiendo. Lo reconozco. Cada uno sentimos la ausencia a nuestra manera, pero también —y sobre todo— la presencia.
Con mi amigo compartíamos algo muy profundo, casi inexplicable. Una empatía que nos hacía sentir lo que el otro sentía, aunque no lo dijéramos. A veces bastaba una mirada, una pausa, un silencio. Era una amistad que no necesitaba palabras para saber que el otro estaba ahí. Y eso es justo lo que sigo sintiendo ahora, incluso en su ausencia.
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Empatía |
No hace falta que sea un momento especial para sentir la presencia. A veces llega como una sutil inspiración, como una idea inesperada o un recuerdo que nos abraza por dentro. Es una manera callada y misteriosa de hacernos sentir cerca de la persona querida que ya no está.
No puedo hablarle ni abrazarlo, pero me inspira constantemente. Es como si hubiera asumido otro papel en mi vida: ya no está físicamente, pero su amor, su forma de ver el mundo, su luz… siguen aquí.
Algo parecido he sentido muchas veces en la montaña. He hecho rutas exigentes en solitario, de noche, en condiciones difíciles. Y, lejos de sentir miedo, sentía que alguien caminaba conmigo. En esos momentos descubrí lo que muchos alpinistas han descrito como el fenómeno del “Tercer Hombre”: una presencia invisible, reconfortante, que aparece en situaciones de soledad extrema o peligro. Es como si el alma, o la fe, o quizá algo más allá de nosotros, despertara esa figura silenciosa que nos cuida.
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El tercer hombre |
Recuerdo también el testimonio del explorador polar Ernest Shackleton, uno de los hombres más valientes que ha pisado la Antártida. En su expedición fallida al Polo Sur, tras el hundimiento del Endurance, él y dos de sus hombres cruzaron la isla Georgia del Sur caminando durante 36 horas sin descanso, en medio del frío, la nieve y el agotamiento. Más tarde escribió:
“Durante aquel largo y rudo viaje de treinta y seis horas sobre las montañas y glaciares de Georgia del Sur, a menudo me pareció que éramos cuatro, no tres.”— Ernest Shackleton, South (1919)
No fue una alucinación, ni una fantasía. Era una presencia real para ellos, aunque invisible. Un cuarto caminante, un protector silencioso.
Hay un capitel románico en el cementerio de Barbastro que representa la resurrección de Cristo. En él debería haber dos ángeles sobre el sepulcro, pero falta uno. Siempre que lo contemplo, pienso: ese ángel que falta es el mío. El que no se ve, pero acompaña.
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El ángel de la guardia se ha ido del capitel |
La Presencia es eso: una forma de amor que ya no tiene cuerpo, pero permanece con nosotros. Nos inspira, nos anima, nos salva sin que lo sepamos.
“No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros.”
— Juan 14,18
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El ángel que se ha ido es nuestra guardia |
Quizá la fe, el recuerdo, el amor compartido —o la suma de todo eso— se transforma en Presencia. En ese acompañar invisible que, cuando es verdadero, nunca se pierde.
Y también es cierto que estamos en una dimensión distinta. Y como todo lo sutil, esa presencia se va diluyendo con el tiempo, como los rayos del sol en el poniente. Pero mientras dure, es un regalo. Y cuando se apaga, deja una huella de luz que siempre sabremos reconocer.
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Atardecer |
“Quisiera que mis pensamientos volvieran a ti, como esta luz del sol poniente.”— Rabindranath Tagore
Daniel Vallés Turmo