viernes, 18 de julio de 2025

Volver a sanar

Hace unas semanas tras bañarme en el río. Nada grave, pero lo suficiente como para que el cuerpo se resintiera y la mente tomara nota. Ayer volví a ese mismo lugar. No por inconsciencia, sino por decisión. Volví a hacer exactamente lo mismo: acercarme al borde, entrar al agua, sentir la corriente y luego evitar el incidente que provocó el accidente. Esta vez con más atención, sin prisa. Sin miedo.

Volver al lugar donde estuvimos

Porque el miedo, cuando se instala, no grita: susurra. Se convierte en una advertencia constante que apenas notamos, pero que condiciona nuestras decisiones. Nos dice que mejor no volvamos, que evitemos ese sitio, ese recuerdo, esa emoción. Pero si lo dejamos hacer, acaba marcando el camino por nosotros.

Como montañero, he aprendido algo con los años: siempre hay que volver al lugar donde uno se rompió. A ese collado que el cuerpo no pudo cruzar. A esa cresta donde el viento obligó a dar media vuelta. No por orgullo, sino por reconciliación. No siempre he alcanzado la cima al regresar, pero sí he vuelto distinto. Más libre. Más ligero. Más dueño de mis pasos.

La perdida es insostenible, si la vivimos en soledad

Lo mismo ocurre con las pérdidas. A veces, el lugar de la caída no es un punto en el mapa, sino en el corazón. Una ausencia. Una conversación que no tuvimos. Una fecha que se vuelve sombra. Un espacio vacío en casa. Y, sin embargo, también ahí es necesario volver. Habitar ese dolor con presencia. Acercarse con respeto, pero sin huir. Porque solo al mirar de frente lo que nos duele podemos comenzar a caminar con ello, en lugar de correr desde ello.

Siempre me han llamado la atención esos bancos que llevan una pequeña placa dedicada a alguien que ya no está. Están casi siempre en un lugar especial: un rincón con vistas, un sendero tranquilo, una sombra conocida. A veces no hay placa ni inscripción, pero el banco sigue siendo el mismo. El lugar donde nos sentábamos juntos. Donde hablábamos. Donde callábamos. Volver ahí es también una forma de volver al otro. De seguir compartiendo, desde el recuerdo y la presencia interior. No hace falta más que sentarse. Respirar. Y quedarse un rato.

Banco conmemorativo a una persona

En una sociedad donde todo se comparte pero poco se vive, donde nos apuran a pasar página, a distraernos, a seguir adelante como si nada, necesitamos más actos reales. Aunque sean simbólicos. Volver al lugar —físico o emocional— donde algo cambió, donde algo o alguien se perdió, es un gesto profundo. No se trata de olvidarlo, sino de transformarlo.

Volver no significa que dejamos atrás el dolor. El dolor no se guarda en un cajón ni se borra como una frase mal escrita. Vive con nosotros, a veces en silencio, otras veces con fuerza. Pero regresar al lugar del sufrimiento —real o simbólico— es un acto de soberanía interior. Es elegir no ser cautivos de la herida, aunque aún duela. Es mirarla de frente y decirle: “Sé que estás ahí, pero no vas a dirigir mi vida.”

Volver es negarse a vivir huyendo. Es reconocer que ese sitio, ese recuerdo, esa pérdida, forman parte de nuestra historia. Pero también lo es nuestra capacidad de caminar, de respirar, de seguir poniendo un pie delante del otro. Volver no es borrar lo que pasó. Es aprender a mirar desde otro lugar. Con el tiempo, con más calma, con más amor —aunque a veces sea solo un poco más.

Y ahí, en ese volver, podemos por fin decirnos:

“Sí, aquí fue. Aquí me rompí. Pero también aquí sigo.
Ya no soy el mismo, pero sigo siendo yo.

No siempre conseguimos lo que buscamos cuando regresamos. A veces no hay revelaciones. A veces no hay alivio. Pero incluso entonces, el solo hecho de estar allí, de no habernos rendido al miedo o a la tristeza, ya cambia algo en nosotros.

Volver al lugar de la caída, cuando lo que ha caído es una parte de nuestra vida, no es temerario. Es, quizá, el primer paso de una forma distinta de vivir.

“No se supera la pérdida. Se aprende a vivir con ella. Y en ese aprender, también estamos sanando.”

Daniel Vallés Turmo

Julio de 2025

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